Sobre el cómo llegué a donde estoy.

In illo tempore, cursaba la carrera de Derecho, y mi gran sueño era ser un abogado de prestigio. Con despacho recubierto de madera, estanterías eternas repletas de libros jurídicos y todo el asunto. Vamos, el cliché. 

Luego, al salir de la carrera, llegaron las decepciones, y surgió la imperiosa necesidad de procurarse los alimentos a través de otro empleo. 

Después, llegó la afamada pandemia... Sí, esa sobre la que se volcaron ríos de tinta, y por la cual dieron su vida toneladas de árboles y se compraron decenas de cientos de espacios en servidores de páginas, con el fin de escribir toda una ciencia sobre el COVID 19, que fue degenerando en algo así como el horóscopo de los racionalistas.

Aproveché el encierro para hacer tres cosas: Atender a mi esposa embarazada, dedicarme a restaurar muebles de la casa, y continuar con mi hábito de leer compulsivamente, sólo que en lugar de lecturas jurídicas, me entregué a la Historia. 

Así, llegué a la conclusión de que el Derecho nunca fue lo mío, a pesar de que creo que durante mi etapa de litigante no lo hice del todo mal. Pensé además que mi verdadera vocación era la restauración de muebles de madera, la cual,  amén de que podría resultar más rentable que la de por sí saturada carrera de Derecho, me parecía más creativa, aunque aún no advertía que lo creativo pudiera ser una forma de vida para mí. Sólo me gustaba la posibilidad de sentir la suave piel de la madera, así como la redención de un mueble que pudiera acaso tener una historia qué contar. 

No obstante mis emprendedores pensamientos, llegó un día en que me llamaron del Tribunal de Justicia, donde requerían alguien que hiciera una suplencia. Dinero es dinero. Y tenía una familia que lo necesitaba. 

No fui un empleado brillante, a decir verdad. Aprendí a marchas forzadas, y justo cuando ya sabía lo básico del puesto que desempeñaba, se acabó la suplencia. Y de vuelta al desempleo. 

Hice exámenes para diversas convocatorias en el servicio público, solicitudes de trabajo en despachos de antiguos profesores, y todo con el mismo resultado. Nada. 

De nueva cuenta me llamaron del Tribunal... ¿Te interesa venir de meritorio¹ en lo que se desocupa una plaza? ¡Claro! No era algo seguro, pero por lo menos verían mi voluntad de trabajar.

Otra vez a aprender. Lo que aprendí fue la cantidad variopinta de errores que se pueden cometer en un solo día. De plano era un zote. 

A pesar de todo, mi jefa inmediata habló con su superiora, quienes hablando de mi escasa currícula y de mi habilidad para leer cantidades bastante generosas de páginas, me mandaron a un área donde quizá podría ser un poco más útil: la escuela de capacitación del Tribunal. 

Ahí el único lugar que estaba libre era como asistente de investigación del jefe de investigaciones jurídicas. Por lo que arrié mis bártulos y di con mis huesos a dicha oficina. 

El lugar estaba poblado por un único personaje: mi jefe inmediato. 

El señor tiene pinta del típico intelectual de la Atenas de por estos rumbos²: Estatura baja, complexión robusta, ojeras multinivel, cabello a quien tiene que pasarle lista para rendir honores a los caídos en la almohada... Más adelante descubriría a todo un personaje almacenado en esa humanidad tonificada por horas interminables de gimnasio y demenciales peleas en la jaula. 

Mi primera tarea: corregir el estilo de una revista cuya publicación era inminente. 

Y así fue mi primer contacto con el mundo editorial: la corrección de estilo, sobre la cual no sabía casi nada. Lo único que me iba a auxiliar en esos momentos eran las interminables horas de lectura, y haber puesto atención en mis clases de gramática y raíces grecolatinas.

Meses más tarde, y en un ánimo temerario de acelerar los procesos editoriales, le pedí a mi esposa que me enseñara lo básico del programa de autoedición que mejor conocía. 

Y ese fue mi segundo contacto: la composición de una revista. Me animé a hacerlo más por probar que podía, que por genuino conocimiento sobre el complejo mundo de la composición tipográfica. Entonces, me dediqué a descubrir un mundo en apariencia estéril. Un mundo donde quien se interese, muchas veces tiene que empezar con el socorrido método del ensayo y error, e ir dando palos de ciego, tratando de buscar, como el gambusino, la veta madre de la creatividad y el conocimiento. 

No obstante, esa minería me fascinó. 

Algo tan abstracto como una letra, una palabra, me embelesó. Y así, de repente, fue como una frase de Jorge de Buen me llegó como anillo al dedo: 

"(...) yo fui uno de esos diseñadores editoriales improvisados -primero por la obligación, después por la curiosidad y finalmente por una devoción rabiosa- (...)"³

Así, me empeñé en obtener toda la bibliografía que pudiera sobre la materia, y una avalancha de nombres, tanto nacionales como extranjeros, se dejó venir. Un cúmulo inmenso de conocimientos y métodos se abrió ante mis ojos. Todo lo hecho por los que han precedido a la generación actual, desde que hubo alguien que se le ocurrió establecer unos caracteres que transmitieran un mensaje en un soporte físico... Todo se reveló ante mis ojos. 

Y ahora, estoy aquí, con la obsesión de buscar la belleza en el libro. Sobre cómo puedo hacerla. Y descubrir que mi propósito es ese: lograr la belleza en el libro, para que quien lo lea, sienta el mismo placer de ojearlo que yo de componerlo; porque como dijera José de Espronceda:

"(...) Sólo quiero por riqueza
la belleza sin rival (...)". 

Hasta la próxima. 

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1 Expresión usada en los tribunales mexicanos para referirse a alguien que está dispuesto a auxiliar de manera gratuita en las labores de la institución, con el fin de ocupar un puesto de trabajo que se desocupe. 

2 Frase usada por Jorge Ibargüengoitia, para referirse a la no tan imaginaria ciudad de Cuévano en su novela Estas ruinas que ves. 

3 Jorge de Buen Unna. Manual de diseño editorial. Ediciones Trea. 3a. Ed. Gijón. p. 9

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